Julio Ribas caminaba por las estrechas calles de Gibraltar luego de que la selección local, que él dirigía, cayera derrotada por 2 a 0 ante el débil combinado de Islas Feroe.
De pronto, notó algo extraño. Había alguien tirado en la calle. No podía divisar bien de quién se trataba.
Se acercó a la figura y vio a un hombre. “Este tiene la apariencia de ser un inmigrante africano”, pensó Julio.
Estaba gravemente herido y casi que no podía hablar. Julio se acercó e intentó revivirlo. Llamó al 911 local. La policía y emergencia médica llegaron muy rápido, aunque el hombre no pudo sobrevivir.
Fue directo a la morgue de la pequeña isla y allí pudieron obtener su ADN, pero no figuraba en los registros locales.
¿Quién era ese hombre y qué hacía allí? A la policía no le interesaba demasiado (quería dar el caso por cerrado), pero a Julio sí, así que al mejor estilo de Sherlock Holmes se puso a investigar al día siguiente.
Primero se dirigió al puerto para ver si encontraba alguna pista. Tuvo un altercado con un funcionario de migraciones quien no le quería dar la información que precisaba.
Julio intuía que ese inmigrante (quizás ilegal) había entrado al país no hacía demasiado tiempo.
Esperó a que llegara la noche y entró a hurtadillas a las oficinas de migraciones. Siguió su olfato y buscó denodadamente por todo el archivo para encontrar quienes habían ingresado al país.
Le llamó mucho la atención un nombre: el de Arie Moloj. Por sus conocimientos de árabe y hebreo, el descendiente del general colorado Juan Pedro Ribas dedujo que Moloj (del hebreo melej, rey) probablemente era un africano de origen judío.
Provisto de este dato, empezó a investigar la historia de la comunidad judía de Gibraltar y, para su sorpresa, se encontró con un riquísimo relato que incluía más de 650 años de antigüedad.
Decidió preguntar en las cuatro sinagogas existentes en la pequeña isla. Le costaba encontrar a alguien que le pudiera dar datos fidedignos.
Mientras tanto, el caso ya se había olvidado, tanto para la policía local como para los medios de comunicación que poco y nada habían informado sobre el presunto asesinato.
En la sinagoga Abudarham encontró un dato fundamental. El secretario del rabino le confió que Moloj había visitado ese centro religioso con el fin de obtener un certificado de judeidad y poder integrarse así a la comunidad hebrea gibraltariana.
En ese momento, Ribas se sobresaltó. “¿Habrá sido un crimen motivado por el odio religioso, el racial o ambos?”, pensó. Luego se dirigió nuevamente a la escena del crimen.
Era cerca de la sinagoga. Claro, en Gibraltar nada queda lejos.
Esperaba encontrar alguna pista. Había una tarjeta caída en el piso. Era del bar Llanito. Llegó al popular boliche y todos los futboleros lo reconocieron. Comenzó con sus averiguaciones y obtuvo el dato de que había rumores acerca de un grupo neonazi que había comenzado a operar entre las sombras.
Julio se dirigió a su domicilio donde pensó cómo podía resolver el asunto.
Lo discutió con su pareja y se propuso solucionarlo solo, aunque finalmente decidió avisar a la policía. Fue al barrio residencial porque su intuición lo había llevado hasta allí. Caminó sigilosamente por sus calles donde encontró un local de ventas de autos lujosos.
Había demasiado bullicio para ser las 10 de la noche de aquel jueves.
Entró de la forma más silenciosa que pudo y se sobresaltó al ver que en el subsuelo del establecimiento había una reunión de cabezas rapadas.
Los enfrentó solo y los acuso del crimen de Moloj. La borrachera y soberbia de los nazis los llevo a confesar el horrendo asesinato.
Fue en ese momento que entró la policía siguiendo las coordenadas que les daba el GPS de Julio, cosa que ya habían combinado con anticipación.
Los titulares de los diarios locales deportivos del día siguiente sugerían, con sorna, que a Ribas lo nombraran inspector de policía.
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