Haydé ya no lo soportaba más. El acoso de Jerónimo se volvía cada vez más violento. Le insistía, durante cada noche del año, en que quería salir con ella a tomar un trago y luego continuar la velada en su casa escuchando buena música y tomando una Amarga Vesubio.
Ella estaba en pareja con Ildefonso, luego de haber vivido un complicado divorcio en el cual sus cuatro pequeños hijos habían sido las principales víctimas.
Jerónimo era un ochentón al que le gustaban las cuarentonas. Había enviudado hacía cuatro años, y luego del primer año del fallecimiento de su esposa se había propuesto conseguir una nueva pareja.
Este hombre, un ateo devenido en místico religioso, apuntaba a mujeres piadosas, que iban a misa todos los domingos.
En sus años de soledad había recurrido con insistencia a su hábil mano derecha, pero la satisfacción obtenida no le era suficiente, así que comenzó su cacería de chicas.
Su insistencia era tal que muchas lo tildaban de “pesado”. Pero con Haydé la cosa era distinta. Estaba obsesionado con ella. La atomizaba día y noche.
Ildefonoso, el joven novio de Haydé, volaba de furia. Había decidido ayudar y apoyar a su pareja en todo, pero sin enfrentar a Jerónimo, teniendo en cuenta la edad, el poder económico y las influencias del acosador.
Pero un día el asunto pasó a mayores. Haydé paseaba como todas las noches con su gato Victorino, ataviado con los colores del Nacional de Montevideo, cuando fueron interceptados por el viejo Jerónimo, quien empujó a su víctima contra una pared.
Haydé no sabía cómo liberarse, y aunque Victorino hacía lo posible por ayudarla, la fuerza del viejo verde era la que prevalecía.
La mujer recordó sus experiencias en la academia Good Gym, donde había aprendido un arte marcial criollo: el denominado taladro. Golpeó con precisión y fortaleza los envejecidos testículos de su agresor y se lo sacó de encima.
El exateo la persiguió de forma furibunda. “A qué velocidad corre este reverendo hijo de puta”, pensó Haydé mientras huía con todas sus fuerzas, como nunca antes lo había hecho.
La persecución fue de alto voltaje hasta que Haydé pudo entrar a su edificio y librarse —al menos por un tiempo— del viejo acosador.
Enseguida llamó a su novio. El temperamental Ildefonso trató de mantener la calma, aunque le fue muy difícil. Tenía ganas de golpear a Jerónimo, aunque sabía que con ello no lograría nada.
El joven habló con su confidente: el galeno Arnoldo. El médico, un hombre vehemente pero más tranquilo que su amigo, le recomendó hablar con los hijos del anciano, ya que quizás ellos pudieran ayudar.
Ildefonso y Haydé se reunieron con Mario y Adriana, quienes defendieron a su padre a capa y espada. Tildaron a Ildefonso de beodo, holgazán e inútil y no escucharon el relato del sufrimiento de la señora de las cuatro décadas.
“A veces el diálogo no conduce a nada”, reflexionó Ildefonso. Para distender el ambiente, Haydé lo invitó a ver la divertida comedia de enredos árabe “Alma mía” y le propuso ahogar sus penas en una Guaraná dietética.
“Tratemos de olvidarnos de esto, al menos por un rato”, le dijo ella a él. Lo miró con sus ojitos tristes pero esperanzados. Ambos se fundieron en un cálido abrazo, al cual se sumó el felino Victorino, quien era para ellos el hijo que nunca habían podido tener.
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