15 dic 2023

Las colitas de pelo del doctor Bilardo

 “¿Fui un buen padre?”, le preguntó Carlos Salvador Bilardo a su hija Daniela cuando esta era una adolescente. “Sí, lo fuiste y lo seguís siendo”, le contestó ella.


El doctor se cuestionaba con frecuencia su rol de padre, aunque nunca el de marido ni el de hijo.


Viajaba continuamente con la selección argentina y con los clubes que dirigía y miraba videos (los hoy considerados antiguos videocasetes) hasta altas horas de la madrugada.


Aun así, su hija siempre lo quiso. Cuando era chica le pedía que le hiciera una cola de caballo para ir a la escuela, pero él no sabía cómo. No había tutoriales de YouTube ni ningún audiovisual para padres o madres inexpertos.


Una noche bien tarde, fiel a su estilo, el doctor fue a la farmacia del barrio, de cuyo dueño era amigo desde la infancia. Le pidió colitas de pelo rojas y blancas por los colores de su querido Estudiantes de la Plata.


El farmacéutico movió la cabeza para expresar que no existían ese tipo de colitas, sino que cada gomita era de un solo color. Bilardo dudó por un momento si su amigo le estaba diciendo que no había ese tipo de gomitas para el pelo o si le dolía el cuello.


Finalmente, optó por un paquete de 10 gomitas de pelo de todos los colores, y aun aceptó aquellas azul marino que le recordaban al rival de todos los tiempos de Estudiantes: Gimnasia y Esgrima.


Preguntó cómo se le hacía una colita de pelo a una nena de 8 años. Su amigo, quien ya era abuelo, le explicó que debía tomar con suavidad el pelo de Daniela (para que no le doliera), juntarlo y tratar de que no quedara afuera ningún mechón.


El doctor se fue preocupado a su domicilio, y casi que no pudo pegar un ojo en toda la noche. Para él, lo de las colitas de pelo era un gran desafío. Vencerlo lo convertiría en un súper papá.


Se levantó a las 5 de la mañana de aquel lluvioso viernes de julio. Se dio una ducha caliente intentando que el agua le masajeara sus doloridas cervicales.


Luego se tomó un café con leche bien cargado (su cuerpo necesitaba cafeína) y se comió dos medialunas (facturas, en porteño): una salada y otra dulce.


Faltaba poco para empezar ese ritual al que nunca le había hincado el diente.


A las 6 despertó a Daniela. Le mostró todas las colitas que había comprado y le dijo que eligiera una. Ella optó por la rosada.


Bilardo siguió las instrucciones del farmacéutico al pie de la letra. Mientras intentaba que la gomita quedara firme en el pelo de Daniela, esta le recordó un tiempo pasado en el que cenaban juntos en la mesa principal de su casa, luego de que su mamá se iba a dormir totalmente agotada.


Eran las 6:18 de la mañana y afuera seguía oscuro, pero él lo había conseguido, y aunque un escurridizo mechón de pelo se había escapado, su hija lo premió con un “te amo, papi”.


14 dic 2023

Crimen en Guinea Ecuatorial

¿Por qué llamarían a una detective uruguaya para resolver un crimen en Guinea Ecuatorial? Fernanda lo sabría después de atender una llamada.


Era un frío día de julio en la gris Montevideo cuando sonó el viejo teléfono de línea en la oficina de la calle Lorenzo Latorre.


Fernanda atendió y se encontró con una voz que hablaba en un español bien extraño, por lo cual no pudo descifrar su procedencia.


“Aquí habla Teodoro Obiang”, dijo la prepotente voz que estaba al otro lado del tubo. “¿Quién?”, respondió desconcertada Fernanda. “Teodoro Obiang, el presidente de Guinea Ecuatorial”.


Luego de intentar por todos los medios asimilar la sorpresa, Fernanda le preguntó a qué se debía la llamada.


“Usted tiene que venir urgente a mi país a resolver un misterio: el asesinato de mi amado ministro de Turismo Salvador Bartabaré”.


Obiang explicó los motivos que la policía local manejaba para afirmar que se trataba de un asesino uruguayo.


Uno de los argumentos era la aparición, en la escena del crimen, de un billete emitido por el Banco Central del Uruguay en la década del ´60 del siglo pasado.


Fernanda se sintió halagada por semejante reconocimiento, pero solicitó 24 horas para responder por sí o por no.


Necesitaba interiorizarse acerca de ese desconocido país antes de tomar una decisión.


Se quedó despierta hasta altas horas de la madrugada leyendo artículos acerca del único país africano en el cual el español es la lengua oficial.


El presidente Obiang era un dictador que había derrocado a su tío, otro déspota, en agosto de 1979. El militar se había perpetuado en el poder y no había quien lo destronara.


A la mañana siguiente Fernanda meditó, se tomó un café con leche deslactosada y se mandó un sandwich de jamón y queso.


Fresca como una lechuga y ya despierta, decidió que la de Guinea sería una gran aventura.


Se comunicó con el secretario del presidente y le dijo que aceptaba el caso.


El vuelo pasaba primero por Sudáfrica para, luego de muchas horas de espera, llegar a Guinea.


Leyó sus casos favoritos de Sherlock Holmes y vio las dos películas acerca de Enola Holmes, la hermana del famoso detective.


Finalmente, llegó a Guinea. Allí la esperaba el jefe de la seguridad ecuatoguineana para llevarla a su hotel. Ella se sentía sucia y cansada.


Necesitaba bañarse y al menos comer una colación antes de interiorizarse sobre el asunto.


El asesino uruguayo había usado una navaja para asesinar al ministro local. Pero las preguntas seguían. ¿Por qué lo había matado?


Fernanda sospechó acerca de un crimen pasional. Debía averiguar más del uruguayo apodado Mariolo, por ser fan del legendario exjugador y leyenda de Peñarol, Mario Saralegui.


Encontró un pequeño envoltorio transparente. Lo olió y dedujo que era el clásico ticholo brasilero que otrora se contrabandeaba desde el Chuy.


Fernanda seguía pensando en cómo resolver el caso. En la escena del crimen seguía sin aparecer información clave para encontrar al Mariolo.


De pronto vio que faltaba un libro de la gran biblioteca que poseía el ministro.


Fue hasta el dormitorio del finado y se encontró con que se trataba de la historia de la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial.


Hojeó el ejemplar para encontrarse con que el ministro había señalado, mediante un marcalibros, la página 119 del libro y había escrito el texto “Salmos”.


La detective, quien es una atea contumaz, consiguió una Biblia de Jerusalén, una Reina Valeria y una traducción judía de los hagiógrafos.


Revisó todo ese largo salmo hasta encontrarse con el versículo que quería encontrar. “Tiempo de hacer para Dios. Anulen su ley”.


¿Sería un fanático religioso quien asesinó al jerarca?, se preguntó. ¿Cuál sería su problema con la ley ecuatoguineana?


Se dijo que lo mejor era conocer la pequeña universidad. La empezó a recorrer y vio que había una interesante cantidad de estudiantes disfrutando del recreo.


Investigó rincón por rincón hasta que llegó al pequeño y único auditorio. Estaba todo oscuro y silencioso. Buscó debajo de las sillas para ver si encontraba alguna pista. También desprendió la alfombra que estaba adherida al piso. Pero no encontró nada.


De repente la luz se encendió. ¿Pero quién había sido si ella estaba sola?


Vio que había alguien en el escenario. El sujeto tomó el micrófono y se puso a hablar. Tenía un acento bien rioplatense. Habló acerca de la venganza, de la justicia y de la ira divina.


De a poco ella se fue acercando con la duda de si debería enfrentar a una persona presumiblemente armada. El hombre seguía hablando sin parar, pero ya no se le entendía nada. Sus palabras eran en una lengua desconocida.


Con coraje, y venciendo a sus miedos, lo enfrentó, pero el Mariolo logró escapar.


El principal sospechoso había huido. El gobierno guineano despidió a Fernanda, quien estaba contenta de retornar a su país, aunque se iba con la duda de quien había sido el asesino.

4 dic 2023

La díscola

De chica había sido dócil y obediente. Parecía la niña perfecta. Aquella que iba a triunfar en la vida, aunque nadie tiene del todo claro qué significa ser un ganador.


Creció bajo los estigmas del machismo imperante en la década del 80 del siglo pasado, en un Uruguay que estaba abandonando la oscura dictadura militar que lo venía oprimiendo desde aquel aciago junio de 1973.


Todavía recuerda cuando acompañó a sus padres que, junto a medio millón de uruguayos, se manifestaron a favor de la democracia en la zona del obelisco, y que contó con la participación de políticos de todos los sectores.


Había tenido pocos episodios conflictivos en su infancia y adolescencia. La primera vez que sintió que se empezaba a liberar de los estigmas que le habían impuesto fue cuando discutió con su profesor de biología, el socialista Rolando Leivas, acerca de la calificación que había obtenido en una prueba.


También había debatido apasionadamente con el cura de la parroquia barrial, quien no la dejaba cantar en el coro eclestiástico, ya que esta era una función reservada únicamente para los hombres, así como le impedía pronunciar sermones bíblicos por considerarlos como algo vinculado solamente a lo masculino.


Luego de terminar el liceo, Iara tuvo que elegir qué carrera cursar. Por un lado, le interesaba la sociología, por aquello de observar el comportamiento de los otros, pero como ella se consideraba una justiciera, optó por la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho.


Las clases eran multitudinarias y eso la tenía de muy mal humor.


La única vez que se había sentido cómoda fue cuando un profesor, quizás Rossi era su apellido, le enseñó acerca del jusnaturalismo y del positivismo. 


Para la clase siguiente, ella alquiló la película (todavía en el viejo formato VHS) que retrata el juicio de Nuremberg a los jueces del régimen nazi en su querido videoclub Imagen, de aquel intelectual que los fines de semana se vestía de negro para arbitrar un partido de fútbol. 


El debate se dio en clase sobre si el nazismo y el comunismo habían sido lo mismo.


Gastón, un alumno muy conservador y reaccionario, mucho mayor que Iara, defendía la idea de que Hitler y Stalin “habían sido la misma cosa”.


La discusión terminó cuando la joven recordó a Robert Jackson, integrante de la Suprema Corte de Justicia estadounidense, quien juzgó a los criminales nazis y aseveró: “las más odiosas de todas las opresiones son aquellas que se enmascaran como actos de justicia”.