Abraham Abulafia había tenido una visión profética. Debía reunirse con el papa Nicolás III para informarle acerca de lo que le había sido revelado diez años atrás.
Aun cuando era español (de Zaragoza, más precisamente), vivía hacía años en tierras italianas, por lo cual sabía bien dónde encontrar al sumo pontífice.
El místico judío no pidió una audiencia con la máxima autoridad de la Iglesia Católica, partiendo de la base de que su santidad lo recibiría de buenas a primeras.
Tiempo atrás, Abulafia había marcado un hito en la mística judía creando la denominada cábala extática. Los estados de arrebato a los que llegaba eran casi demenciales. ¿Era un iluminado o un loco? Ahí radicaba la cuestión.
Lo cierto es que Abraham era un hombre con formación filosófica, aun cuando no formal, que había devenido en un místico.
Combinaba las letras hebreas del nombre divino y entraba en un estado de trance mucho más severo del que, siglos después, vivirían los feligreses de la misa carismática del padre Julio Elizaga en la costera Malvín de la capital uruguaya.
Era el año 1280. Abulafia entraba a su cuarta década de vida. Ese día, el gran día para él, se levantó temprano, se envolvió en su manto sagrado, se colocó las filacterias y se puso a practicar la contemplación meditativa. Aún no había amanecido. La oscuridad envolvía sus pensamientos extáticos. Por un momento se preguntó: "¿estaré perdiendo la cordura?".
Se le empezó a nublar la vista, no pudo contemplar sus pensamientos, se sintió mal y se dio cuenta de que su estado de conciencia estaba sumamente alterado. De todas formas, siguió con el rito y terminó desmayado.
A las dos horas despertó todo traspirado. Era momento de pensar qué llevaría para su travesía. En una pequeña cartera apenas pudo colocar un poco de agua y de comida. "Dios proveerá", conjeturó.
Estaba en Nápoles, tierra en la que siglos más tarde brillaría Diego Maradona. ¿Abulafia hubiera concebido al Diego como a un enviado divino?
Tenía que dirigirse a Soriano, una villa cercana a Roma, donde el santo padre estaba veraneando.
El camino fue duro. Era setiembre; los últimos coletazos del verano italiano se sentían. Debió sortear a bandoleros, timadores y piratas mafiosos utilizando sus conocimientos de artes marciales hebreas.
Por error, primero fue a Roma. Luego recordó lo que había leído en La Repubblica (conocido periódico nacional que ya existía en aquel entonces) acerca de las vacaciones de Nicolás.
Durante el trayecto de Roma hacia Soriano no paró de pensar qué le diría al representante católico en esa fecha tan peculiar: la víspera del año nuevo judío.
“El Creador me ha revelado que ya estamos en la época mesiánica y debes liberar a los judíos del yugo al cual los tienes sometidos”. Meditaba cada una de las palabras que pronunciaría en un claro italiano.
Finalmente llegó a destino. Allí lo esperaba una sorpresa. Un grupo de la guardia de los franciscanos armados le impedía el paso. “Pero, ¿cómo pudo haberse enterado el papa de mi visita?”, se preguntó.
En ese momento, Abraham se concentró con todas sus fuerzas y una segunda boca apareció en su cara. Los guardias, asustados, corrieron en masa para detenerlo. “¡Detengan a ese fanático!”, gritaban. Y lo lograron. Ahora le esperaba la cárcel.
El cabalista estuvo dos semanas recluido en un convento romano. Suficiente tiempo para evaluar lo que había ocurrido. Pero algo asombroso ocurrió. Escuchó una conversación entre sus carceleros. Comprendió que, apenas lo arrestaron, el papa murió de un accidente cerebro vascular.
“¿Esto es casual?”, se cuestionó. Entendió que no. Cumplir con su misión había sido clave en este episodio. Dudó un momento sobre si estaba cuerdo o loco. “Cordura es sentir apego y amor por Dios. Locura, es estar lejos de Él”, sentenció.
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