“Acá no se aceptan fachos”. Aun cuando este no es el mensaje que aparece en la puerta de entrada al lavadero de Julio y Mariana, bien podría serlo. Y más después de lo que les sucedió.
Ellos son una pareja interracial: él es negro y ella es blanca, lo cual es al menos curioso en la pequeña ciudad donde viven.
Su público es variopinto, aunque mayoritariamente liberal o progresista, y el servicio de primera. Cumplen a rajatabla con las entregas, aunque usualmente llegan tarde para la hora de apertura (las ocho de la mañana, de lunes a sábados).
Tratan bien a los clientes y también a los curiosos que hacen las preguntas más insólitas como cuánto sale lavar un par de championes color tiramisú o si hacen costuras a la francesa.
Pero había quienes no podían soportar su amor conyugal, que ya había llegado a los 23 años, ni que se lo transmitieran a sus clientes.
Un frío jueves de invierno, cuando ya estaban por cerrar, a eso de las 20:00 horas, los sorprendió una horda de encapuchados con túnicas blancas.
La organización supremacista y racista del Ku Klux Klan estaba haciendo de las suyas.
Las antorchas de los bárbaros hacían recordar a las marchas inquisitoriales en búsqueda de judíos, brujas y otro tipo de herejes que merecían ser quemados en la hoguera, luego de recibir una ejemplarizante tortura.
Mariana y Julio salieron corriendo despavoridos para evitar ser linchados e incinerados por los fanáticos nazi-fascistas.
Apenas pudieron escapar de los violentos y prejuiciosos que existen en todos lados. Su propiedad quedó hecha añicos, pero como siempre habían hecho en la vida, volvieron a empezar.
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