Inmigrante de pura cepa, el polaco Santiago había instalado una carnicería en el barrio céntrico de la ciudad. Sus principales clientes eran musulmanes y judíos observantes, ya que la carne que vendía era ritualmente apta para que estos la consumieran.
Santiago, un cincuentón que ya peinaba canas, trabajaba de domingos a jueves de 8 a 20 y los viernes de 8 a 12, por lo que el fin de semana siempre se le hacía corto.
En los últimos cuatro años su negocio había dado pérdida, pero Santiago lo consideraba como un servicio para estas dos pequeñas comunidades.
Su hijo, el joven Celestino, lo cubría cada vez que estaba enfermo. En una de esas oportunidades, y para su sorpresa, una mujer anciana que llegaba al establecimiento le preguntó por su padre, y le dijo: “vengo a buscar la carne que siempre me da gratis”.
Santiago era un tipo tranquilo, bonachón y ya adaptado al país que lo había cobijado, pero por las noches era otro.
A pesar de su edad, practicaba taladro, un deporte criollo creado por el maestro Llubito Ferro, quien le hacía honor a su apellido, ya que sus golpes parecían los de un fierro.
Las clases comenzaban de forma puntual todos los martes y miércoles a las 6:00 de la mañana. En invierno arrancaban con oscuridad y terminaban, luego de dos horas, con un sol que los iluminaba.
Los participantes eran muy variados. Siempre en el entorno de los 10. Había hombres, mujeres, y varios jóvenes también de ambos sexos.
La primera parte de la clase era la que más disfrutaba Santiago, ya que constaba de ejercicios aeróbicos y pegarle al saco de boxeo con piernas y manos.
En la segunda parte de la clase siempre le tocaba hacer pareja con el ateo Faivel, un cuarentón amante del latte de McDonalds.
Cierto día, Llubito consideró que Santiago y Faivel estaban prontos para pelear contra el inescrupuloso de Bernardo.
Los combates fueron durísimos, y en el enfrentamiento contra Santiago, Bernardo le quebró las costillas.
Hubo que llamar de urgencia al galeno Arnoldo, quien velozmente se apersonó en el lugar.
Amonestó de forma vehemente a Bernardo y llamó a una ambulancia para que trasladara a Santiago de urgencia al hospital.
Faivel se ocupó de llamar a Celestino quien, en esos días, se encontraba de viaje por el Medio Oriente. El joven regresó inmediatamente a su amada Montevideo.
Mientras tanto, Arnoldo se encargaba de las fracturas y el dolor descomunal que sentía Santiago, y el ateo Faivel le rezaba al Dios en el cual no creía.
Fue una semana de mucha tensión. Cuando Celestino llegó al hospital, su padre ya estaba mejor, aunque todavía no podía volver a su casa.
Los clientes musulmanes y judíos de Santiago, así como la señora de bajos recursos que dependía de la bondad del carnicero, se unieron en oración, cosa que no pueden hacer los políticos del Medio Oriente.
Las oraciones llegaron al cielo, y el bueno de Santiago pudo volver a su domicilio. Ahora que el galeno le había ordenado hacer quietud, su mayor anhelo era volver a su gran amor: la carnicería.
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