Marcos era un soldado raso. De aquellos pocos que se negaban a torturar personas y a asesinar a gatitos y perritos. Caprichoso y testarudo en lo referente a lo moral, Marcos fue uno de esos héroes desconocidos.
Sus camaradas y superiores no estaban para nada conformes con él, por lo cual le hacían la vida imposible.
La existencia de Marcos en el cuartel era terrible. Largas noches sin dormir, días enteros sin tomar agua ni comer, y golpeado por todo aquel que tuviera un mal día.
En aquellos días oscuros, denunciar no servía para nada y renunciar era visto como un acto de cobardía, aun por el propio Marcos y su familia.
Alejandro era el único amigo de Marcos en la base. Juntos compartían el interés por la filosofía europea del siglo XX. Era raro ver a dos soldados estudiando, y más aún filosofía. Pero a ellos no les importaban las burlas de los demás.
En ese frío invierno estaban enfrascados en entender el pensamiento del francolituano Emmanuel Levinas y sus conceptos de otredad y de rostro.
El estudio los distraía de la triste realidad que vivían. Marcos pensaba que el problema en la base era que el resto de los compañeros no los veían a ellos como a un otro, a un prójimo o un par, sino que los consideraban simples objetos.
Alejandro, por su parte, sostenía que el régimen castrense formaba autómatas carentes de emociones, y por ello no podían ver en el diferente a un otro, sino a un enemigo.
Ese viernes 2 de agosto de 1996 terminó con los dos en llanto mientras escuchaban la edición especial de Hora 25 en Radio Oriental, en una vieja radio Grundig, donde se homenajeaba al Negro Jefe, quien había fallecido ese mismo día.
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