15 dic 2023

Las colitas de pelo del doctor Bilardo

 “¿Fui un buen padre?”, le preguntó Carlos Salvador Bilardo a su hija Daniela cuando esta era una adolescente. “Sí, lo fuiste y lo seguís siendo”, le contestó ella.


El doctor se cuestionaba con frecuencia su rol de padre, aunque nunca el de marido ni el de hijo.


Viajaba continuamente con la selección argentina y con los clubes que dirigía y miraba videos (los hoy considerados antiguos videocasetes) hasta altas horas de la madrugada.


Aun así, su hija siempre lo quiso. Cuando era chica le pedía que le hiciera una cola de caballo para ir a la escuela, pero él no sabía cómo. No había tutoriales de YouTube ni ningún audiovisual para padres o madres inexpertos.


Una noche bien tarde, fiel a su estilo, el doctor fue a la farmacia del barrio, de cuyo dueño era amigo desde la infancia. Le pidió colitas de pelo rojas y blancas por los colores de su querido Estudiantes de la Plata.


El farmacéutico movió la cabeza para expresar que no existían ese tipo de colitas, sino que cada gomita era de un solo color. Bilardo dudó por un momento si su amigo le estaba diciendo que no había ese tipo de gomitas para el pelo o si le dolía el cuello.


Finalmente, optó por un paquete de 10 gomitas de pelo de todos los colores, y aun aceptó aquellas azul marino que le recordaban al rival de todos los tiempos de Estudiantes: Gimnasia y Esgrima.


Preguntó cómo se le hacía una colita de pelo a una nena de 8 años. Su amigo, quien ya era abuelo, le explicó que debía tomar con suavidad el pelo de Daniela (para que no le doliera), juntarlo y tratar de que no quedara afuera ningún mechón.


El doctor se fue preocupado a su domicilio, y casi que no pudo pegar un ojo en toda la noche. Para él, lo de las colitas de pelo era un gran desafío. Vencerlo lo convertiría en un súper papá.


Se levantó a las 5 de la mañana de aquel lluvioso viernes de julio. Se dio una ducha caliente intentando que el agua le masajeara sus doloridas cervicales.


Luego se tomó un café con leche bien cargado (su cuerpo necesitaba cafeína) y se comió dos medialunas (facturas, en porteño): una salada y otra dulce.


Faltaba poco para empezar ese ritual al que nunca le había hincado el diente.


A las 6 despertó a Daniela. Le mostró todas las colitas que había comprado y le dijo que eligiera una. Ella optó por la rosada.


Bilardo siguió las instrucciones del farmacéutico al pie de la letra. Mientras intentaba que la gomita quedara firme en el pelo de Daniela, esta le recordó un tiempo pasado en el que cenaban juntos en la mesa principal de su casa, luego de que su mamá se iba a dormir totalmente agotada.


Eran las 6:18 de la mañana y afuera seguía oscuro, pero él lo había conseguido, y aunque un escurridizo mechón de pelo se había escapado, su hija lo premió con un “te amo, papi”.


14 dic 2023

Crimen en Guinea Ecuatorial

¿Por qué llamarían a una detective uruguaya para resolver un crimen en Guinea Ecuatorial? Fernanda lo sabría después de atender una llamada.


Era un frío día de julio en la gris Montevideo cuando sonó el viejo teléfono de línea en la oficina de la calle Lorenzo Latorre.


Fernanda atendió y se encontró con una voz que hablaba en un español bien extraño, por lo cual no pudo descifrar su procedencia.


“Aquí habla Teodoro Obiang”, dijo la prepotente voz que estaba al otro lado del tubo. “¿Quién?”, respondió desconcertada Fernanda. “Teodoro Obiang, el presidente de Guinea Ecuatorial”.


Luego de intentar por todos los medios asimilar la sorpresa, Fernanda le preguntó a qué se debía la llamada.


“Usted tiene que venir urgente a mi país a resolver un misterio: el asesinato de mi amado ministro de Turismo Salvador Bartabaré”.


Obiang explicó los motivos que la policía local manejaba para afirmar que se trataba de un asesino uruguayo.


Uno de los argumentos era la aparición, en la escena del crimen, de un billete emitido por el Banco Central del Uruguay en la década del ´60 del siglo pasado.


Fernanda se sintió halagada por semejante reconocimiento, pero solicitó 24 horas para responder por sí o por no.


Necesitaba interiorizarse acerca de ese desconocido país antes de tomar una decisión.


Se quedó despierta hasta altas horas de la madrugada leyendo artículos acerca del único país africano en el cual el español es la lengua oficial.


El presidente Obiang era un dictador que había derrocado a su tío, otro déspota, en agosto de 1979. El militar se había perpetuado en el poder y no había quien lo destronara.


A la mañana siguiente Fernanda meditó, se tomó un café con leche deslactosada y se mandó un sandwich de jamón y queso.


Fresca como una lechuga y ya despierta, decidió que la de Guinea sería una gran aventura.


Se comunicó con el secretario del presidente y le dijo que aceptaba el caso.


El vuelo pasaba primero por Sudáfrica para, luego de muchas horas de espera, llegar a Guinea.


Leyó sus casos favoritos de Sherlock Holmes y vio las dos películas acerca de Enola Holmes, la hermana del famoso detective.


Finalmente, llegó a Guinea. Allí la esperaba el jefe de la seguridad ecuatoguineana para llevarla a su hotel. Ella se sentía sucia y cansada.


Necesitaba bañarse y al menos comer una colación antes de interiorizarse sobre el asunto.


El asesino uruguayo había usado una navaja para asesinar al ministro local. Pero las preguntas seguían. ¿Por qué lo había matado?


Fernanda sospechó acerca de un crimen pasional. Debía averiguar más del uruguayo apodado Mariolo, por ser fan del legendario exjugador y leyenda de Peñarol, Mario Saralegui.


Encontró un pequeño envoltorio transparente. Lo olió y dedujo que era el clásico ticholo brasilero que otrora se contrabandeaba desde el Chuy.


Fernanda seguía pensando en cómo resolver el caso. En la escena del crimen seguía sin aparecer información clave para encontrar al Mariolo.


De pronto vio que faltaba un libro de la gran biblioteca que poseía el ministro.


Fue hasta el dormitorio del finado y se encontró con que se trataba de la historia de la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial.


Hojeó el ejemplar para encontrarse con que el ministro había señalado, mediante un marcalibros, la página 119 del libro y había escrito el texto “Salmos”.


La detective, quien es una atea contumaz, consiguió una Biblia de Jerusalén, una Reina Valeria y una traducción judía de los hagiógrafos.


Revisó todo ese largo salmo hasta encontrarse con el versículo que quería encontrar. “Tiempo de hacer para Dios. Anulen su ley”.


¿Sería un fanático religioso quien asesinó al jerarca?, se preguntó. ¿Cuál sería su problema con la ley ecuatoguineana?


Se dijo que lo mejor era conocer la pequeña universidad. La empezó a recorrer y vio que había una interesante cantidad de estudiantes disfrutando del recreo.


Investigó rincón por rincón hasta que llegó al pequeño y único auditorio. Estaba todo oscuro y silencioso. Buscó debajo de las sillas para ver si encontraba alguna pista. También desprendió la alfombra que estaba adherida al piso. Pero no encontró nada.


De repente la luz se encendió. ¿Pero quién había sido si ella estaba sola?


Vio que había alguien en el escenario. El sujeto tomó el micrófono y se puso a hablar. Tenía un acento bien rioplatense. Habló acerca de la venganza, de la justicia y de la ira divina.


De a poco ella se fue acercando con la duda de si debería enfrentar a una persona presumiblemente armada. El hombre seguía hablando sin parar, pero ya no se le entendía nada. Sus palabras eran en una lengua desconocida.


Con coraje, y venciendo a sus miedos, lo enfrentó, pero el Mariolo logró escapar.


El principal sospechoso había huido. El gobierno guineano despidió a Fernanda, quien estaba contenta de retornar a su país, aunque se iba con la duda de quien había sido el asesino.

4 dic 2023

La díscola

De chica había sido dócil y obediente. Parecía la niña perfecta. Aquella que iba a triunfar en la vida, aunque nadie tiene del todo claro qué significa ser un ganador.


Creció bajo los estigmas del machismo imperante en la década del 80 del siglo pasado, en un Uruguay que estaba abandonando la oscura dictadura militar que lo venía oprimiendo desde aquel aciago junio de 1973.


Todavía recuerda cuando acompañó a sus padres que, junto a medio millón de uruguayos, se manifestaron a favor de la democracia en la zona del obelisco, y que contó con la participación de políticos de todos los sectores.


Había tenido pocos episodios conflictivos en su infancia y adolescencia. La primera vez que sintió que se empezaba a liberar de los estigmas que le habían impuesto fue cuando discutió con su profesor de biología, el socialista Rolando Leivas, acerca de la calificación que había obtenido en una prueba.


También había debatido apasionadamente con el cura de la parroquia barrial, quien no la dejaba cantar en el coro eclestiástico, ya que esta era una función reservada únicamente para los hombres, así como le impedía pronunciar sermones bíblicos por considerarlos como algo vinculado solamente a lo masculino.


Luego de terminar el liceo, Iara tuvo que elegir qué carrera cursar. Por un lado, le interesaba la sociología, por aquello de observar el comportamiento de los otros, pero como ella se consideraba una justiciera, optó por la carrera de abogacía en la Facultad de Derecho.


Las clases eran multitudinarias y eso la tenía de muy mal humor.


La única vez que se había sentido cómoda fue cuando un profesor, quizás Rossi era su apellido, le enseñó acerca del jusnaturalismo y del positivismo. 


Para la clase siguiente, ella alquiló la película (todavía en el viejo formato VHS) que retrata el juicio de Nuremberg a los jueces del régimen nazi en su querido videoclub Imagen, de aquel intelectual que los fines de semana se vestía de negro para arbitrar un partido de fútbol. 


El debate se dio en clase sobre si el nazismo y el comunismo habían sido lo mismo.


Gastón, un alumno muy conservador y reaccionario, mucho mayor que Iara, defendía la idea de que Hitler y Stalin “habían sido la misma cosa”.


La discusión terminó cuando la joven recordó a Robert Jackson, integrante de la Suprema Corte de Justicia estadounidense, quien juzgó a los criminales nazis y aseveró: “las más odiosas de todas las opresiones son aquellas que se enmascaran como actos de justicia”.

4 oct 2023

Oz: la magia de la confianza en uno mismo

Estamos en 1939. Pasaron diez años desde el comienzo de la brutal crisis financiera mundial originada en Estados Unidos. Faltan pocos días para que estalle la Segunda Guerra Mundial. Occidente es un caos.


La única forma de salvarse es huyendo hacia un lugar de fantasía. En ese contexto se estrena El mago de Oz.


Dorothy, la protagonista principal, vive una vida anodina junto a sus tíos. Lo único que la hace feliz es compartir sus días con su perro Toto.


En el medio de un tornado, Dorothy se desmaya y se despierta en una tierra de ensueños donde conoce a tres personajes.


Tiene un fascinante primer encuentro con un espantapájaros descerebrado. Cuando la joven le pregunta: “¿Y cómo podés hablar si no tenés cerebro?”, él le contesta: “No lo sé, pero muchas personas sin cerebro hablan día y noche, ¿no es cierto?”.


Los otros personajes son el hombre de hojalata, quien carece de corazón; y el león, al que le falta valentía y coraje.


¿Cómo hacer para adquirir estas fortalezas? Esta es la gran interrogante de los tres integrantes del equipo de Dorothy.


Piensan que el único que se las puede otorgar es el mago de Oz, pero cuando consiguen verlo este destrata a cada uno de ellos.


Sus miedos devienen en fortalezas cuando cada uno de ellos comienza a confiar en sí mismo.


“Para vencer un peligro,

salvar de cualquier abismo,

por esperencia lo afirmo,

más que el sable y que la lanza

suele servir la confianza

que el hombre tiene en sí mismo”.


Así lo dice el gran Martín Fierro con su eterna sabiduría y su experiencia de vida. Y tiene razón. 


Casualmente, oz significa fuerza en hebreo. Vos podés ser tu propio mago y hacer tu propia magia, esa que se llama confianza. No dependas de terceros.





13 sept 2023

Resistance

“Queda más lindo decirlo y escucharlo en francés”, pensó Ildefonso luego de ver la película Resistencia sobre el rebelde antinazi Marcel Marceau, quien antes de ser un famoso mimo, demostró que luchar vale la pena.


Resistirse a idolatrar o endiosar a otros pensando en que son perfectos, es evitar subyugarse ante el otro o la otra y temer marcar las diferencias que tenemos.


Tanto a Fernanda como a Ildefonso, dos íntimos amigos, les había pasado en sus relaciones de pareja. Y hoy ambos reflexionan acerca del daño que eso les hizo.


Lo curioso es el lugar que eligen para conversar, claro que como amigos, aunque la ambigüedad acerca de su vínculo siempre existe. Se trata del estadio Campeón del Siglo, del Peñarol de Montevideo, tal como alguna vez lo denominara el Curro Jiménez.


Es que a ella le pusieron Fernanda por el potrillo Morena, aquel que le metió siete a Huracán Buceo en el Uruguayo del 78. Y aunque no es muy apasionada por el fútbol, igual siente algo por el equipo de las 11 estrellas amarillas.


Ildefonso era fanático cuando chico, pero los años le hicieron entender que el fútbol es tan solo un negocio. De todas formas, lo que siente por la amarilla y negra no se compara con el aprecio a ninguna otra casaca; ni siquiera la celeste que traspiró el gran negro jefe.


“Los de afuera son de palo”, le repetía Ildefonso a Fernanda cada vez que podía. Su insistencia lindaba en lo insoportable. Ella ya lo conocía y se la bancaba. Pero su admiración por aquel gladiador celeste era indescriptible.


“Actitud y huevo; eso era Obdulio y eso define a quienes resisten”, opinó él. Ella estaba más de cerca de la doctrina que llama a resistir a través del amor, que todo lo puede, tal como siempre decía a quien la quisiera escuchar.


Mientras tanto, el glorioso aurinegro le ganaba a su clásico rival por 1 a 0 con gol de uno de sus históricos.


Pero ellos no le daban importancia al devenir del encuentro. Estaban enfrascados en sus reflexiones, tal como hacían aquellos intelectuales de la generación del 45 en el Tupi Nambá, tomando café negro y vichando de reojo al Teatro Solís.


Resistirse al que dirán, a los deberes y obligaciones impuestos por una sociedad machista y patriarcal, a que te califiquen de hereje o libertino aquellos que se creen los custodios de la moral y de las buenas costumbres, de lo que se puede y lo que no, de lo que está bien o está mal.


Eran un hombre y una mujer de fe que acordaban que en el mundo de lo incierto y lo efímero, el coraje para enfrentarse al qué dirán sería su salvavidas, tal como lo fue para el ejemplar Obdulio.

25 ago 2023

El lavadero

“Acá no se aceptan fachos”. Aun cuando este no es el mensaje que aparece en la puerta de entrada al lavadero de Julio y Mariana, bien podría serlo. Y más después de lo que les sucedió.


Ellos son una pareja interracial: él es negro y ella es blanca, lo cual es al menos curioso en la pequeña ciudad donde viven.


Su público es variopinto, aunque mayoritariamente liberal o progresista, y el servicio de primera. Cumplen a rajatabla con las entregas, aunque usualmente llegan tarde para la hora de apertura (las ocho de la mañana, de lunes a sábados).


Tratan bien a los clientes y también a los curiosos que hacen las preguntas más insólitas como cuánto sale lavar un par de championes color tiramisú o si hacen costuras a la francesa.


Pero había quienes no podían soportar su amor conyugal, que ya había llegado a los 23 años, ni que se lo transmitieran a sus clientes.


Un frío jueves de invierno, cuando ya estaban por cerrar, a eso de las 20:00 horas, los sorprendió una horda de encapuchados con túnicas blancas.


La organización supremacista y racista del Ku Klux Klan estaba haciendo de las suyas.


Las antorchas de los bárbaros hacían recordar a las marchas inquisitoriales en búsqueda de judíos, brujas y otro tipo de herejes que merecían ser quemados en la hoguera, luego de recibir una ejemplarizante tortura.


Mariana y Julio salieron corriendo despavoridos para evitar ser linchados e incinerados por los fanáticos nazi-fascistas.


Apenas pudieron escapar de los violentos y prejuiciosos que existen en todos lados. Su propiedad quedó hecha añicos, pero como siempre habían hecho en la vida, volvieron a empezar.

12 jul 2023

El cabalista y el papa

Abraham Abulafia había tenido una visión profética. Debía reunirse con el papa Nicolás III para informarle acerca de lo que le había sido revelado diez años atrás.


Aun cuando era español (de Zaragoza, más precisamente), vivía hacía años en tierras italianas, por lo cual sabía bien dónde encontrar al sumo pontífice. 


El místico judío no pidió una audiencia con la máxima autoridad de la Iglesia Católica, partiendo de la base de que su santidad lo recibiría de buenas a primeras.


Tiempo atrás, Abulafia había marcado un hito en la mística judía creando la denominada cábala extática. Los estados de arrebato a los que llegaba eran casi demenciales. ¿Era un iluminado o un loco? Ahí radicaba la cuestión.


Lo cierto es que Abraham era un hombre con formación filosófica, aun cuando no formal, que había devenido en un místico.


Combinaba las letras hebreas del nombre divino y entraba en un estado de trance mucho más severo del que, siglos después, vivirían los feligreses de la misa carismática del padre Julio Elizaga en la costera Malvín de la capital uruguaya.


Era el año 1280. Abulafia entraba a su cuarta década de vida. Ese día, el gran día para él, se levantó temprano, se envolvió en su manto sagrado, se colocó las filacterias y se puso a practicar la contemplación meditativa. Aún no había amanecido. La oscuridad envolvía sus pensamientos extáticos. Por un momento se preguntó: "¿estaré perdiendo la cordura?".


Se le empezó a nublar la vista, no pudo contemplar sus pensamientos, se sintió mal y se dio cuenta de que su estado de conciencia estaba sumamente alterado. De todas formas, siguió con el rito y terminó desmayado.


A las dos horas despertó todo traspirado. Era momento de pensar qué llevaría para su travesía. En una pequeña cartera apenas pudo colocar un poco de agua y de comida. "Dios proveerá", conjeturó.


Estaba en Nápoles, tierra en la que siglos más tarde brillaría Diego Maradona. ¿Abulafia hubiera concebido al Diego como a un enviado divino? 


Tenía que dirigirse a Soriano, una villa cercana a Roma, donde el santo padre estaba veraneando.


El camino fue duro. Era setiembre; los últimos coletazos del verano italiano se sentían. Debió sortear a bandoleros, timadores y piratas mafiosos utilizando sus conocimientos de artes marciales hebreas.


Por error, primero fue a Roma. Luego recordó lo que había leído en La Repubblica (conocido periódico nacional que ya existía en aquel entonces) acerca de las vacaciones de Nicolás.


Durante el trayecto de Roma hacia Soriano no paró de pensar qué le diría al representante católico en esa fecha tan peculiar: la víspera del año nuevo judío. 


“El Creador me ha revelado que ya estamos en la época mesiánica y debes liberar a los judíos del yugo al cual los tienes sometidos”. Meditaba cada una de las palabras que pronunciaría en un claro italiano.


Finalmente llegó a destino. Allí lo esperaba una sorpresa. Un grupo de la guardia de los franciscanos armados le impedía el paso. “Pero, ¿cómo pudo haberse enterado el papa de mi visita?”, se preguntó.


En ese momento, Abraham se concentró con todas sus fuerzas y una segunda boca apareció en su cara. Los guardias, asustados, corrieron en masa para detenerlo. “¡Detengan a ese fanático!”, gritaban. Y lo lograron. Ahora le esperaba la cárcel.


El cabalista estuvo dos semanas recluido en un convento romano. Suficiente tiempo para evaluar lo que había ocurrido. Pero algo asombroso ocurrió. Escuchó una conversación entre sus carceleros. Comprendió que, apenas lo arrestaron, el papa murió de un accidente cerebro vascular.


“¿Esto es casual?”, se cuestionó. Entendió que no. Cumplir con su misión había sido clave en este episodio. Dudó un momento sobre si estaba cuerdo o loco. “Cordura es sentir apego y amor por Dios. Locura, es estar lejos de Él”, sentenció.

6 jul 2023

Éxtasis místico

Hace algunos días volví a ver la película Alma mater del cineasta uruguayo Álvaro Buela.


Aunque es del 2004, no perdió vigencia. Trata de Pamela, una cajera de un súper montevideano que vive una vida monótona y dura: no tiene amigos, su madre autista está internada en un residencial (a su padre no se lo menciona) y está harta de su trabajo.


Busca un refugio espiritual, y lo encuentra, en una especie de iglesia neopentecostal que mucho hace recordar a la Iglesia Universal del Reino de Dios (conocida popularmente como Pare de Sufrir).


Ella cree que tiene una misión celestial con la cual cumplir.


Imagina (o no) que un hombre en el supermercado la acosa, pero luego se da cuenta de que es un enviado divino que la quiere convencer de su misión: tener un hijo, aun siendo virgen, quien salvará al mundo.


Conoce a un travesti, Katia, que se convierte en su mejor amiga y confidente, aunque ambas llevan un estilo de vida radicalmente distinto.


Lo interesante es como Pamela va imaginando, poco a poco, en el marco de sus delirios místicos, que tiene una misión en la vida.


Se autoconvence de su rol fundamental en este mundo y de que no tiene escapatoria al mismo, tal como el bíblico Abraham cuando Dios le dice que debe abandonar la casa de sus padres para dirigirse a la tierra prometida. 


“No siempre van juntos lo místico y lo religioso. Lo religioso está más asociado a lo institucional, y a mí me interesaba el sentimiento místico porque es algo que yo sentía y veía en la sociedad uruguaya de una manera secreta y hasta culposa”, decía Álvaro Buela a muy poco de estrenada la película.


Es cierto. Los uruguayos escondemos lo místico para que no nos tilden de locos.


Pero el exceso de éxtasis místico sí puede llegar a enloquecernos.


Es por eso que el fundador de la cátedra de misticismo judío de la Universidad Hebrea de Jerusalem, el Dr. Gershom Scholem, en su libro Grandes tendencias de la mística judía, afirmó que los cabalistas de finales del 1200 impidieron que el público conociera las obras del místico Abraham Abulafia (fundador de la denominada cábala extática), ya que “deseaban evitar el riesgo de que la gente se lanzara a aventuras extáticas sin la preparación adecuada y luego creyera que tenía poderes visionarios, lo que podría ser peligroso”.


De hecho, en 1280, luego de una década de haber tenido una revelación, Abulafia quiso ver al papa Nicolás III en Roma para intentar convertir al sumo pontífice al judaísmo. Fue apresado durante dos semanas por los franciscanos.


"El judaísmo es una religión adulta, desembriagada. El acercamiento a Dios nunca tiene lugar en una adhesión mística", afirmaba por su parte Emmanuel Levinas, principal filósofo judío del siglo XX.


Para Buela, “la humanidad necesita creer en algo y la fe es una de las formas de creer en algo. No es la única, ya sabemos que hay otras maneras de aferrarse.


De última la religión y lo místico, explorando un poco, son una manera de tolerar la idea de la muerte, todas las religiones aspiran a una trascendencia y un más allá que no solo hace más tolerable la idea de la muerte, sino que hace más soportable la vida”.


El éxtasis místico es solo apto para quienes están preparados emocionalmente. De lo contrario, puede tener el mismo efecto que la droga que lleva su nombre.




28 jun 2023

Y Gilda también lloró

 Hay distintas clases de excluidos. A Spinoza lo echaron por pensar diferente. Y a Gilda no la quisieron aceptar como cantante de bailanta.


La intelectualidad endiosa a Spinoza y denuesta a Gilda. “Es para ignorantes”, te van a decir. Pero, ¿por qué no se puede leer a Spinoza y deleitarse con la música de Gilda?


También estaría bueno que aquellos que solo escuchan a Gilda pudieran conocer, al menos someramente, quién fue Spinoza. 


Les vendría bien complementar la música bailantera con la historia de este filósofo, pensador, ensayista y óptico holandés.


En este mundo de binomios, donde todo es blanco o negro, eso no está permitido. El intelectual solo escucha música clásica y no se puede dar el lujo de deleitarse con lo popular.


Pero cuando uno ve la película que retrata la vida de Gilda (muy bien representada por Natalia Oreiro), se da cuenta de que hay más que bailanta, música tropical y un público con escasa formación académica.


Es la lucha de una mujer, docente de preescolares, que busca un nuevo camino en su vida que le permita sentirse realizada, aun cuando este es cuestionado tanto por su entorno (especialmente quien era su marido en ese momento), así como por el propio mundo de la bailanta.


El llanto de Gilda, al igual que el de Spinoza, tiene que ver con la incomprensión del mundo que la rodeó y que no pudo aceptar su elección.


Uno es conocido por su apellido; la otra, por su nombre. Pero a ambos los unió el coraje por mantener viva su identidad.




25 jun 2023

Una experiencia cubana

Cortarse el pelo es cuasi una experiencia religiosa. Hay que confiar en el peluquero como si fuera un intermediario divino o, incluso, el mismísimo Dios.


Pero cortarse el pelo en una peluquería de cubanos tiene ese qué sé yo. Es un derrotero místico, pero sin la presencia de un ser superior intangible.


Al entrar es como si uno cambiara de continente. De la fría Tacita del Plata, pasás a la cálida La Habana. Te atienden y te preguntan si tenés hora reservada. Decís que sí, pero que no te respondieron el mensaje de WhatsApp que mandaste el día anterior.


Es pleno mediodía y el local está lleno de peluqueros, pero de pocos clientes. Nada de lujos arquitectónicos ni de diseño de interiores. Todo austero y simple, tal como en Cuba.


Te hacen subir unas escaleras. El piso está húmedo. Son los propios peluqueros los que están con el lampazo y el trapo secando el agua con exceso de sodio.


Te piden que te sientes en una de las gastadas sillas de peluquería. El peluquero te pide que esperes. Es que el piso todavía no está seco, te dice con su acento caribeño.


Le comento que quiero un corte clásico; nada parecido a su pelo multicolor. Empieza su trabajo en mi cabellera.


Es muy esmerado y súper detallista. Me pide interrumpir su tarea por dos minutos porque tiene que escuchar un audio de WhatsApp.


Me dice que era su esposa. Le acaba de contar que tiene un hijo de 18 años de edad internado en una base militar cubana. Tiene un parásito en el estómago, pero no se sabe mucho más.


Noto su mirada de tensión y angustia. Le digo que ojalá esté bien. No me animo a mencionar al Dios judeocristiano, aunque ya Alá había salido de mi boca.


Me cuenta de las penurias de su país natal. Despotrica contra los Castro, Díaz-Canel y el comunismo. Le pregunto si es obligatorio hacer el ejército. Me dice que sí, pero aclara que los hijos y nietos de los poderosos no lo hacen (como en todas partes del mundo).


Se angustia al pensar que si él hubiera estado en Cuba, nunca habría permitido que su hijo fuera al ejército. Pero quien está a cargo es su suegra, y la anciana no pudo hacer nada.


Le pregunto si sus hijos quieren venir a Uruguay. Cree que dos de los tres, sí, pero no está 100 % seguro. Una estudia medicina, el otro sirve en el ejército, y “la hembra”, tal como él la denomina a una de ellas, no estudia nada, pero tiene pareja.


Mientras hablamos me mete la máquina de cortar el pelo adentro de mis dos fosas nasales. No me animo a decirle que no. En fin, pienso, una nueva experiencia en mi vida.


También me afeita las cejas y me pasa un gel al estilo gomina que huele raro. Me siento un novato en esto de irme a cortar el pelo.


Me pregunta si me afeita la barba, pero ya es demasiado. Amablemente, le digo que no.


Ya se fue una hora. Estoy ansioso por ir a almorzar, pero me mantengo tranquilo.


Me sigue cortando algunos pocos pelos ahora con tijera y navaja. Es un detallista y perfeccionista.


Por fin termina. Me empieza a sacar fotos y yo le digo que no las suba a las redes sociales. Me promete que no lo hará y me choca los cinco.


Vuelvo al invierno montevideano. Me encuentro con un amigo que me dice que ahora parezco un futbolista europeo. No sé si eso es bueno o malo, pero por lo menos ahora mi vista quedó despejada.

18 jun 2023

El llanto de Spinoza

Los hombres no lloran. Pero, ¿acaso los hombres no lloran? ¿Por qué no deberían hacerlo? Esto se preguntó Baruj Spinoza luego de haber sido expulsado de su comunidad de Ámsterdam.


Era el 27 de julio de 1656 y solo faltaban tres días para que su pueblo conmemorara el día más aciago que marca su calendario desde el año 70 de nuestra era.


Baruj estaba nervioso. Había muchos términos que le daban vueltas por la cabeza: excomunión, excomulgación, expulsión, proscripción, anatema, imprecación y marginación.


"Cuantas palabras para decir lo mismo", pensó Baruj. "¿Pero a quién le hice daño? Tan solo soy un óptico que expresa sus ideas. He estudiado filosofía y religión para crecer espiritual y moralmente. ¿Es tan complejo de entender?"


Baruj seguía esperando que lo maldijeran. Su muerte civil estaba por llegar.


Mientras aguardaba, su mente voló a los momentos más felices de su vida: el amor de sus padres (Mijael y Jana Déborah, quien murió cuando él tenía seis años) y hermanos (Rebeca, Myriam y Gabriel), así como su trabajo de pulidor de lentes.


Era una cálida noche del verano holandés, pero Baruj tiritaba de frío. 


Siente pasos que denotan que alguien se acerca a él; es el intendente de la Esnoga.


“Venga, Spinoza, que el Tribunal está listo para recibirlo”, le dice.


A paso rápido, Baruj cruza los corredores de la institución. Allí están los miembros que lo juzgarán junto con los poderosos que propiciaron su condena.


Baruj no le rendía pleitesía a nadie. "Y así me va", pensó.


Esgrimió los argumentos más sólidos que pudo, pero eso no sirvió de nada. La sentencia ya estaba escrita. Solo le faltaba escucharla.


Los miembros del Tribunal, de aspecto serio, comenzaron a leer el texto que había sido redactado cuidadosamente y midiendo cada expresión.


“Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa”.


Cada una de estas palabras retumbaban en la mente de Baruj. El dolor que sentía era indescriptible.


“¿Cómo podré soportar todas estas maldiciones? ¿Cómo voy a seguir viviendo?”, se preguntó.


El Tribunal continuó: “Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, […] que nadie lea nada escrito o transcripto por él”.


Pensó que sus obras y escritos serían olvidados para siempre. Debería alejarse de todos aquellos que quería e incluso de su apreciada Ámsterdam.


Tan solo tenía 23 años y sentía que su vida había llegado al final. Ese día lloró sin parar. Ya no le importó lo que pensaran y dijeran los demás.


Murió a los 44, pero sus obras perduran, incluso, con el correr de los siglos.