Cortarse el pelo es cuasi una experiencia religiosa. Hay que confiar en el peluquero como si fuera un intermediario divino o, incluso, el mismísimo Dios.
Pero cortarse el pelo en una peluquería de cubanos tiene ese qué sé yo. Es un derrotero místico, pero sin la presencia de un ser superior intangible.
Al entrar es como si uno cambiara de continente. De la fría Tacita del Plata, pasás a la cálida La Habana. Te atienden y te preguntan si tenés hora reservada. Decís que sí, pero que no te respondieron el mensaje de WhatsApp que mandaste el día anterior.
Es pleno mediodía y el local está lleno de peluqueros, pero de pocos clientes. Nada de lujos arquitectónicos ni de diseño de interiores. Todo austero y simple, tal como en Cuba.
Te hacen subir unas escaleras. El piso está húmedo. Son los propios peluqueros los que están con el lampazo y el trapo secando el agua con exceso de sodio.
Te piden que te sientes en una de las gastadas sillas de peluquería. El peluquero te pide que esperes. Es que el piso todavía no está seco, te dice con su acento caribeño.
Le comento que quiero un corte clásico; nada parecido a su pelo multicolor. Empieza su trabajo en mi cabellera.
Es muy esmerado y súper detallista. Me pide interrumpir su tarea por dos minutos porque tiene que escuchar un audio de WhatsApp.
Me dice que era su esposa. Le acaba de contar que tiene un hijo de 18 años de edad internado en una base militar cubana. Tiene un parásito en el estómago, pero no se sabe mucho más.
Noto su mirada de tensión y angustia. Le digo que ojalá esté bien. No me animo a mencionar al Dios judeocristiano, aunque ya Alá había salido de mi boca.
Me cuenta de las penurias de su país natal. Despotrica contra los Castro, Díaz-Canel y el comunismo. Le pregunto si es obligatorio hacer el ejército. Me dice que sí, pero aclara que los hijos y nietos de los poderosos no lo hacen (como en todas partes del mundo).
Se angustia al pensar que si él hubiera estado en Cuba, nunca habría permitido que su hijo fuera al ejército. Pero quien está a cargo es su suegra, y la anciana no pudo hacer nada.
Le pregunto si sus hijos quieren venir a Uruguay. Cree que dos de los tres, sí, pero no está 100 % seguro. Una estudia medicina, el otro sirve en el ejército, y “la hembra”, tal como él la denomina a una de ellas, no estudia nada, pero tiene pareja.
Mientras hablamos me mete la máquina de cortar el pelo adentro de mis dos fosas nasales. No me animo a decirle que no. En fin, pienso, una nueva experiencia en mi vida.
También me afeita las cejas y me pasa un gel al estilo gomina que huele raro. Me siento un novato en esto de irme a cortar el pelo.
Me pregunta si me afeita la barba, pero ya es demasiado. Amablemente, le digo que no.
Ya se fue una hora. Estoy ansioso por ir a almorzar, pero me mantengo tranquilo.
Me sigue cortando algunos pocos pelos ahora con tijera y navaja. Es un detallista y perfeccionista.
Por fin termina. Me empieza a sacar fotos y yo le digo que no las suba a las redes sociales. Me promete que no lo hará y me choca los cinco.
Vuelvo al invierno montevideano. Me encuentro con un amigo que me dice que ahora parezco un futbolista europeo. No sé si eso es bueno o malo, pero por lo menos ahora mi vista quedó despejada.
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