Los hombres no lloran. Pero, ¿acaso los hombres no lloran? ¿Por qué no deberían hacerlo? Esto se preguntó Baruj Spinoza luego de haber sido expulsado de su comunidad de Ámsterdam.
Era el 27 de julio de 1656 y solo faltaban tres días para que su pueblo conmemorara el día más aciago que marca su calendario desde el año 70 de nuestra era.
Baruj estaba nervioso. Había muchos términos que le daban vueltas por la cabeza: excomunión, excomulgación, expulsión, proscripción, anatema, imprecación y marginación.
"Cuantas palabras para decir lo mismo", pensó Baruj. "¿Pero a quién le hice daño? Tan solo soy un óptico que expresa sus ideas. He estudiado filosofía y religión para crecer espiritual y moralmente. ¿Es tan complejo de entender?"
Baruj seguía esperando que lo maldijeran. Su muerte civil estaba por llegar.
Mientras aguardaba, su mente voló a los momentos más felices de su vida: el amor de sus padres (Mijael y Jana Déborah, quien murió cuando él tenía seis años) y hermanos (Rebeca, Myriam y Gabriel), así como su trabajo de pulidor de lentes.
Era una cálida noche del verano holandés, pero Baruj tiritaba de frío.
Siente pasos que denotan que alguien se acerca a él; es el intendente de la Esnoga.
“Venga, Spinoza, que el Tribunal está listo para recibirlo”, le dice.
A paso rápido, Baruj cruza los corredores de la institución. Allí están los miembros que lo juzgarán junto con los poderosos que propiciaron su condena.
Baruj no le rendía pleitesía a nadie. "Y así me va", pensó.
Esgrimió los argumentos más sólidos que pudo, pero eso no sirvió de nada. La sentencia ya estaba escrita. Solo le faltaba escucharla.
Los miembros del Tribunal, de aspecto serio, comenzaron a leer el texto que había sido redactado cuidadosamente y midiendo cada expresión.
“Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa”.
Cada una de estas palabras retumbaban en la mente de Baruj. El dolor que sentía era indescriptible.
“¿Cómo podré soportar todas estas maldiciones? ¿Cómo voy a seguir viviendo?”, se preguntó.
El Tribunal continuó: “Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, […] que nadie lea nada escrito o transcripto por él”.
Pensó que sus obras y escritos serían olvidados para siempre. Debería alejarse de todos aquellos que quería e incluso de su apreciada Ámsterdam.
Tan solo tenía 23 años y sentía que su vida había llegado al final. Ese día lloró sin parar. Ya no le importó lo que pensaran y dijeran los demás.
Murió a los 44, pero sus obras perduran, incluso, con el correr de los siglos.
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